El tema era amor, desamor o similares; el requisito era que fuera entre una pareja de la literatura universal. Yo elegí de Dulcinea a Don Quijote. Ojalá os guste :D
A Alonso, el vecino del pueblo
vecino.
Acaba de amanecer, el viejo gallo
tose más que canta (cualquier día hacemos caldo) y los ajos crecen bien. Me
encontraba yo en el campo ordeñando a la Bernarda (la cabra, que acaba de tener
al Bernardito) cuando me he puesto a pensar en mi madre (que era buena gente y
está allá arriba, tú que has leído mucho sabrás dónde) y en sus consejos.
Ella ya me decía, cuando era una
moza y aún no sabía remendar faldas ni camisas, que tuviera cuidado con el amor
y con los enamorados. Creo que me lo decía porque la Pepa estaba ya prometida
con el Juan, un zagal de muy buen ver… pero eso ahora no importa. El hecho es
que el amor es peligroso y eso es “vos popurrí” (dice Albertín, que está
escribiendo porque yo de esas cosas no sé, que es Vox Populi o algo parecido) y
yo, que a mi madre la tengo en gran estima, estoy de acuerdo. ¿Por qué te crees
que no me he casado? (Y no, no me faltaban pretendientes. Aunque Albertín se
esté riendo.)
Yo es que no creo en los romances
ni en esas cosas, por eso me quedo mirando a las mozuelas del pueblo cuando
salen a bailar y se levantan demasiado la falda para enseñar los tobillos.
¡Vaya falta de decoro! ¿Y qué decir de los muchachos, mirando dónde no hay que
mirar? Esta tierra nuestra está loca pero, para locos, tú. ¿A ti qué te pasa?
Anoche volví a verte, y era la
tercera vez esta semana. Estuviste el lunes, el martes, el miércoles y el
jueves (dice el Albertín que eso son cuatro, aunque yo sólo sé contar hasta
tres) y hoy es viernes. ¿Volverás a pasar hoy? Espero que no, porque los vecinos
empiezan hablar y yo soy una mujer honrada. Ellos, los pobres, no entienden la
situación: me gustaría ver a la Mariana enfrentarse a las pruebas que me pone a
mí el Señor, de la cual tú eres la más grande aunque estés tan flaco como un
palo de trinchar.
Recuerdo tu primera llegada:
Montabas a un pobre jamelgo que te arrastraba conforme podía e ibas a paso de
caracol. Yo estaba en el terreno trabajando como buena mujer y te acercaste a
mí. “Querrá agua” pensé yo, aunque claramente necesitabas comer algo. A mí no
me gusta entrar extraños a casa, pero a fe mía que a los dos os hacían falta
buenas vituallas. Así que esperé por si te acercabas. ¡Vaya sorpresa la mía cuando
abriste la boca! No sólo ibas vestido de hojalata sino que encima parecías
extranjero: hablabas con acento raro y decías cosas a las que aún no encuentro
yo sentido. “Habrá tomado mucho el sol”, me dije, porque empezaste a soltar una
sandez tras otra, casi como el viejo Tomás (el que quería hacerse una casa en
un “cactus”, que aún no sabemos de dónde se sacó la palabra).
Cómo tú comprenderás, yo me fui a
buscar algo de ayuda. Quizás el cura de pueblo podría ayudarte, capaz era que
te encontrabas castigado por el Señor o, peor, eras un alma en pena que de
flaca ni la dejaban entrar allá arriba. Pero cuando volví no estabas.
Al cabo de un tiempo apareciste
de nuevo, pero esta vez venías con un señor de buena salud sobre un asno medio
ahogado. ¡Y de nuevo te pusiste a hablar de cosas raras! Ya le compré otro
rosario al padre Mariano por si eras alguna aparición, pero de nada ha servido.
Y ahora, además, apareces cada
día. ¡Vete! ¡Déjame en paz! O, si lo que necesitas es comer, vente cuando hayas
aprendido a hablar como la gente normal, vistas como los hombres honrados y
dejes el rebaño de mi primo en paz. ¡Quién lo diría a tu edad! Los hombres como
tú deben limitarse a estar en la taberna y educar a los niños, pero pobre del
zagal al que pongan bajo tu tutela.
En fin,
lo dejo, que me enrollo como las “persianas” que quería inventar el Tomás (sí,
el de antes) y esta carta es solo para decirte lo dicho: ¡Mi nombre es Aldonza,
no Dulcinea!
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